Primero me frustré cuando no la vi llegar a la fiesta. En mi cabeza, daría delante de ella el mejor concierto de mi vida. Después acabé agradeciendo que nunca llegara. El equipo de sonido era una mierda y mi grupo sonó como una mierda. La verdad es que éramos una mierda.
Nada ni nadie me había preparado para ese momento. Estaba lloviendo y no pudimos salir a tomar un café. Me había dicho esa mañana en la escuela: “cuando acabes de comer, no aceptes el postre. Mejor pasas por mí a mi casa y me invitas un pastel en el Vips”.
Ni siquiera tuve que hacerlo porque en mi casa no se acostumbraba rematar la comida con algo dulce. Después de terminar el plato fuerte, me levanté para lavarme los dientes.
–¿Vas a ir a ver a Mariana? –me preguntó mi mamá con un tono de complicidad.
Le dije que sí y ella me dio dinero para comprarle un pay de limón.
De milagro, llegué seco hasta la entrada de su Unidad. Mariana me dijo que me apurara. Corrimos hasta su casa justo en el momento en que se soltó el aguacero. Me invitó a que me sentara en el sillón de la sala. Delante de nosotros había un librero gigante atestado de volúmenes de todos colores y tamaños. Me contó que a su papá le gustaba mucho leer y había escrito una novela.
Nos conocimos dos meses antes. Ella tenía 15 y yo 17. Había recién entrado a la prepa cuando yo estaba a meses de iniciar la carrera. Me interceptó en medio de un descanso para preguntarme si yo era ese al que le decían “El Rotten”.
–Sí, como el güey de los Sex Pistols ¿por?
–Me dijeron que vas a tocar con tu banda el sábado en la fiesta de Othón, ¿me vas a invitar?
Me quedé trabado, sorprendido. Una angelical aparición de ojos verdes, enfundada en un overol de mezclilla, con las manos en los bolsillos y el cabello rubio atado en un chongo, me había dicho que quería ir a verme tocar. A mí, al incipiente vocalista de una banda de thrash al que los otros invitaron a unirse porque los seguía obsesivamente a todas sus presentaciones y se sabía de memoria las letras, aunque no supiera cantar. Total que que pegar de gritos tampoco tenía gran ciencia. Eran tiempos en los que para ser estrella de rock escolar y bailar la bamba se necesitaba lo mismo: un poco de gracia y otra cosita.
Mariana no fue a la tocada porque sus papás no quisieron llevarla hasta San Pedro Mártir. Primero me frustré cuando no la vi llegar a la fiesta. En mi cabeza, daría delante de ella el mejor concierto de mi vida. Después acabé agradeciendo que nunca llegara. El equipo de sonido era una mierda y mi grupo sonó como una mierda. La verdad es que éramos una mierda.
Pero inexplicablemente comenzamos a salir. Hasta que nos hicimos novios en una época en la que parecía importante “hacerse novios”.
No teníamos ni dos días esa vez que iríamos a tener la cita más ñoña del mundo: un pay de limón y un café. Porque una cosa es que me atreviera a gritar en el micrófono de Rockotitlán –donde Utopía, mi banda, tocó en un par de ocasiones– cosas como “cansado de esta vida, no lo puedo soportar, cansado de esperar a alguien, que mi mano quiera tomar” y otra muy diferente que estuviera preparado para escuchar una canción con Mariana acogida en el nido que le habían construido mis brazos.
¿De qué iba a estar cansado a los 17 años si me quería comer la vida a mordidas, como me quería comer a Mariana a besos y no me atrevía?
Una cosa era meterse al slam con Mákina en los conciertos del estadio Olímpico de C.U. el riesgo de quebrarte los huesos y otra es besar a una criatura que podría robarte el alma por la boca.
Ríete, tú que me lees. Pero hasta ese momento Mariana y yo no nos habíamos besado propiamente. Nos saludábamos y despedíamos de beso en la escuela. Con la naturalidad del resto de las parejas. Pero la realidad es que hasta entonces no me había atrevido a lanzarme a sus abismo ni ella me lo había sugerido.
–Yo creo que no vamos a poder ir por el pay– me dijo.
–No, sí está lloviendo muy grueso. En los 90 decíamos cosas como grueso para referirnos a todo aquello que no podíamos abarcar.
–¿Quieres escuchar música?
–Va.
Pero entonces a mí sólo me gustaba el metal. Cargaba con casetes de Biohazard, Pantera o Corrosion of Conformity en la mochila, junto a algún libro de ciencia ficción y una libreta en la que dibujaba dragones. Desde entonces tenía la idea de que algún día me tatuaría uno. Ignoraba que sería hasta los 40, pero tampoco importaba. El futuro parecía algo tan lejano como esa línea en el horizonte que por más que avance el auto en el que viajas con tus papás, nunca llegas a ella.
–¿Has escuchado a Oasis?
Medio los ubicaba por MTV, pero mentí. Le dije que sí. Repito: entonces todo aquello que no trajera una guitarra distorsionada, una batería con doble bombo y un cantante que se rompiera la garganta, no me interesaba. En realidad eran pocas las cosas que me interesaban cuando tenía 17 años. Pero Mariana era la principal y a ella le gustaba Oasis.
–Sí.
–¿Ya escuchaste el nuevo?
Le dije que no y sacó un disco compacto de su cajita. Lo colocó en la bandeja del estéreo que habitaba un hueco en medio de los libros de su papá y el aparato se lo tragó. Entonces las canciones no comenzaban inmediatamente que se les ponía Play. Demoraban algunos segundos mientras el rayo láser las leía. Lo suficiente como para que Mariana me sugiriera que nos sentáramos en la alfombra y nos quitáramos los zapatos. Se acomodó de espaldas a mí, en medio de mis piernas, y me tomó las manos para que la abrazara por la cintura.
Un británico que hasta mucho después me enteré que se llamaba Noel y se apellidaba Gallagher comenzó a decirme que no pusiera mis manos de una banda de rock porque la tiraría por la borda. ¡Si lo hubiera escuchado, puta madre! ¡Quizá entonces sería millonario y no periodista con los bolsillos vacíos de dinero y la boca llena de historias que a nadie le parece interesante escuchar!
El inglés –más adelante me enteraría que de Manchester– amenazaba con iniciar una revolución desde su cama. Fue ese el momento en que decidí que yo debería ser tan buen recluta como para dar el paso definitivo. Comencé a besar a Mariana en el cuello, que reclinó la cabeza para que el vampiro pudiera acceder más fácilmente a su yugular. Han pasado tantos años, más de 25, y aún puedo percibir el aroma a fruta de su piel, la tibieza que desprendía por culpa de la sangre que bombeaba su corazón hacia el cerebro.
Con Don’t look back in anger y después con el resto de aquel disco, nos besamos hasta que se nos durmió la lengua. Tumbados en el piso, nos acariciamos, sudamos, nos revolvimos la ropa lo suficiente para sentirnos, pero no hicimos ni el más mínimo intento por coger.
Eso vino después. A los tres meses de novios, Mariana me cortó. Hay frases que se te quedan en el alma. Tarde o temprano dejan de doler y sólo te dan risa, pero nunca te olvidas de ellas. Como aquella que me dijo. “¿No crees que estamos muy ajenos?”. Ese fue el inicio de la debacle. Sugirió que estaríamos mejor como amigos.
Durante dos años salimos en ese plan. Éramos como una pareja codependiente que a todos lados iban juntos, pero que nunca se besaban ni mucho menos cogían, que hablaban por teléfono –una práctica ancestral que precedió al moderno chat– hasta muy entrada la madrugada con la consecuente reprimenda paternal. Aunque no lo crean, hubo un tiempo que se cobraban las llamadas por tiempo. Igual que un taxímetro, aunque tampoco tengan idea de lo que es taxi.
Hasta que por fin nos dejamos de ver. En una de las últimas ocasiones, Mariana me platicó que se había ido de vacaciones con un amigo en común y mal aconsejados por dos botellas de mezcal, acabaron sudando desnudos. Sentí que una varilla ardiente me atravesó el pecho, aunque yo entonces tenía más de seis meses saliendo con una compañera de la Universidad. La misma con la que un año más tarde me enfrentaría a un embarazo no planeado.
Regresé a casa de Mariana una tarde para contarle que me casaría porque mi novia iba a tener un bebé.
–¡Pero estás en cuarto semestre!– me dijo ella, que apenas comenzaba la carrera de Química en la UNAM.
Discutimos, nos peleamos, lloramos. Me dijo que estaba loco, que iba a echar a perder mi vida.
Hasta que nos quedamos callados, cruzados de brazos. Estoy seguro que en su cabeza pasó lo mismo que en la mía, que escuchamos otra vez al tal Noel diciendo que no había que voltear hacia atrás con ira.
Nos besamos como debimos besarnos mucho antes. Nos arrancamos la ropa como debió caer a nuestros pies en el pasado. Estuvimos a punto de coger después de no dejar casi ni un centímetro de nuestros cuerpos sin besar. Pero algo pasó que no se pudo. A lo mejor fue la culpa o que no teníamos condón.
Mejor me vestí y nos despedimos.
Volvimos a vernos un par de veces antes de que ella acabara por fin su carrera y comenzara a viajar. Vivió en China y en República Checa, Estados Unidos y no sé qué más. Porque aunque le gustaba mucho leer, siempre quiso dedicarse a la ciencia. El amigo con el que viajó y se acostó era físico, por cierto. Pero hasta en eso, Mariana me marcó. Porque esa vez que me presentó a Oasis, después se levantó de donde estábamos sentados y sacó un volumen del librero. Eran Crónicas marcianas, de Ray Bradbury. Hasta la fecha lo conservo. Porque en la primera página, ella escribió: “Rotten: espero algún día dedicarte un libro mío, pero mientras disfruta éste que está muy chido”.
Fue por culpa de ese libro que me aficioné Bradbury y me hice escritor.
Le perdí la vista a Mariana hasta que no hace mucho, en 2015, llegué a mi oficina un día como cualquier otro y al abrir el Facebook me encontré con que ese amigo en común, el físico, compartió una noticia: “Entregan premio Jorge Lomnitz Adler a la doctora Mariana Benítez Keinrad…”.
En la foto aparecía embarazada. Sabía –por excompañeros en común– que se había casado en Europa aunque hace tiempo había regresado a México. Trabajaba como investigadora emérita en la Facultad de Ciencias.
Consideré que era un buen momento para escuchar Dont look back in anger.
Consulta el número más reciente de nuestra revista digital en el micrositio de Readee, del cual fue extraída esta entrevista.
El boxeador detrás de Rocky Balboa