Los Desplazados: Migrantes que no querían irse de su hogar
Para hallar las voces de desplazados y refugiados no hace falta atravesar el mundo y buscarlas en Oriente Medio o África. América Latina tiene las suyas y una es la historia de María Teresa, una mujer de El Salvador que huyó de la violencia y vino a México en busca de refugio hace 36 años.
“¿Cómo se me va a borrar que huí una madrugada con un bebé de 10 meses en los brazos y dejé un hijo preso?”, dice esta mujer de 85 años que salió de su país durante la guerra civil, donde era militante de izquierda y miembro de una organización guerrillera que prefiere no revelar. “El ejército me buscaba para matarme, los soldados invadieron mi casa”, cuenta desde La Casita, un espacio para refugiados en Ciudad de México, mientras balancea las piernas que cuelgan de la banca y acomoda su cabello canoso. Una tarde de 1982, un comando secuestró a su hijo –entonces de 16 años– al salir de la escuela; el muchacho fue golpeado, torturado y encarcelado, acusado de “golpista”.
Migrantes en un mundo globalizado
Después de eso, María Teresa sabía que ya no podía quedarse en su país y lo primero que hizo fue mandar a su hijo mayor (de 17 años) a México: “Déjenmelo en Veracruz”, le dijo a las personas que lo sacaron.
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Con ayuda de la Cruz Roja Internacional, buscó a su hijo detenido. Durante 19 días fue a diario a un río de su comunidad donde “aventaban los cadáveres y se los comían los perros”. Al final supo que estaba vivo, pero poco pudo hacer por él. Una compañera de la organización donde militaba había sido detenida y torturada por militares hasta que la hicieron dar algunos nombres, entre ellos el suyo.
“La organización me arregló los papeles y me sacó clandestinamente”, recuerda Teresa, quien salió de El Salvador una madrugada, con un bebé de 10 meses en brazos, un niño de tres años de la mano y su única hija, una adolescente de 13. Tuvo que dejar a su segundo hijo preso para evitarle la misma suerte al resto de su familia.
A la Ciudad de México llegó en autobús y fue reconocida como refugiada, pero su condición no le facilitó las cosas: tuvo que enfrentar hambre y discriminación, y crió a sus hijos en albergues y pequeños departamentos. Después de un año, pudo recuperar a su hijo preso y traerlo a México con el apoyo de la Acnur.
Trabajó durante nueve años en La Casita, el refugio para migrantes centroamericanos, hasta los acuerdos de paz en su país. En ese momento perdió el trabajo y nunca más pudo conseguir uno estable. Ha trabajado por día en tianguis, vendiendo tamales o en lo que puede. Ahora vive en el Ajusco y recuerda que, como muchos refugiados con asilo político, padeció la separación familiar, la negligencia gubernamental y la xenofobia de los mexicanos. En 2016, los migrantes de países en desarrollo enviaron a casa un estimado de 413 mil millones de dólares en concepto de remesas. “A los centroamericanos pobres no nos tratan igual”, dice María Teresa.
La encuesta Imaginarios de la Migración Internacional en México, primera en su tipo elaborada en 2014 por un grupo de expertos del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM, así lo demuestra: los mexicanos rechazamos a migrantes del sur como guatemaltecos, hondureños y salvadoreños. En cambio, tenemos preferencia por estadounidenses, sudamericanos y cubanos.
En la presentación de esta encuesta, Agustín Morales Mena, uno de los académicos líder del proyecto, explicó que a estas formas de discriminación se les llamó mixofilia y mixofobia.
La mixofobia es que rechazamos a algunas nacionalidades, a algunos grupos de migrantes, y la mixofilia es que vemos con muy buenos ojos a otro tipo de migrantes. Su ejemplo fueron los centroamericanos. “Aunque somos muy parecidos a ellos, son a los que más discriminamos”, dijo. Con todo –en general– 36.6% de los mexicanos considera que los extranjeros son discriminados en México.
Texto por Elia Baltazar